domingo, 30 de octubre de 2016

MI ABUELA, LOS KARIÑA Y LA MUERTE



Recuerdo que cuando era niña solía acompañar a mi abuela Carmen Adela, una hermosa viejecita con rasgos indígenas, oriunda de Barcelona, estado Anzoátegui, y a mi mamá al cementerio cada dos de noviembre. Íbamos a visitar la tumba donde dormían el sueño eterno mi bisabuela y un tío-abuelo. No olvido que comprábamos los mejores ramos de flores encontrados y llevábamos mucha agua para limpiar la tumba y llenar los floreros. Finalizada la pesada tarea, nos sentábamos en unas sillas de extensión que cargábamos, y en un momento que a mí se me hacía mágico, mi amada abuela iniciaba una animada conversación con nuestros muertos. Les contaba acerca de los acontecimientos felices e infortunados de la familia. A veces hasta los regañaba por ella considerar que nos tenían olvidados al no ayudarnos en algunos asuntos nada fáciles de resolver, pero que con el apoyo de ellos podrían alcanzarse. Mi abuela era la encargada de distribuir la comida y la bebida que degustábamos sobre la cripta. Ahí pasábamos la mañana hasta que al mediodía emprendíamos el viaje de regreso en el automóvil de Ligia del Carmen, mi progenitora.

Siempre me pregunté de dónde provenía ese rito y es ahora cuando lo he comprendido. Festejar a los muertos no es una costumbre extraña, todo lo contrario, ya sabemos que numerosos pueblos lo hacen con frecuencia. El pueblo Kariña, del cual era descendiente mi abuela, suele conmemorar el día de los muertos como un momento mágico-religioso de reencuentro.

Los kariña, descendientes de los bravos Caribe, habitan la mesa de Guanipa en el estado Anzoátegui. Festejan a sus muertos los día primero y dos de noviembre de cada año. Celebran el Akaatompo, para rendir culto a los seres que se marcharon. El agasajo se presenta en dos modalidades, el de los muertos niños y el de los muertos adultos.

El primero de noviembre, un grupo de niños visita las viviendas de la comunidad donde han fallecido pequeños. Cumplen el rol de los niños fallecidos en cada casa. Allí los familiares de los niños que se fueron prematuramente reciben con alegría a los niños que los simbolizan y les obsequian bebidas y alimentos. En la modalidad de los adultos, el dos de noviembre, algunas familias agasajan en su casa a un grupo de adultos que representa a sus familiares muertos con ofrendas, cosechas y además se canta y baila el Mare-mare, danza tradicional que consiste en ejecutar dos pasos para adelante y dos para atrás hasta lograr completar el círculo al compás de la música. Durante estas dos fechas anuales se recuerda con felicidad a los difuntos y se conmemoran los momentos hermosos vividos. De ningún modo habrá duelo porque para los kariña la muerte es un viaje, y el mes de noviembre es propicio para el anhelado reencuentro con los seres queridos que han partido.

Esta conmemoración nos hace sentir reconfortados a todos aquellos que hemos perdido seres queridos, porque gracias a ella no experimentamos la muerte como el final sin regreso, sino un instante en el cual nuestros seres amados emprenden un viaje y al término del mismo llega el ansiado reencuentro. La esperanza es la luz que vemos al final del camino, y nos da la fuerza necesaria para recorrer el sendero de la vida.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Hijita, ¿y aquí no se escucha más nada?


 
     Cada época tiene una música especial. Muchas canciones  hacen que evoque momentos estelares de mi vida. Ésta, específicamente, “I just called to say I love you” me transporta al año 1984, cuando pasé las últimas festividades navideñas y de fin de año  con mi inolvidable abuelo “Papaíto Pedro”.

     La melodía estaba de moda. Ese año me había graduado de profesora de inglés. Aún no había conseguido empleo y mamá me obsequió el disco o Long Play (Larga duración). El 31 de diciembre de ese año me dio por repetir y repetir la pieza infinidad de veces en el Pick up de casa. Mi abuelo reclamaba: “Hijita, ¿y aquí no se escucha más nada?"
     En febrero del siguiente año, comencé a dar clases en un liceo público y empleé la balada como recurso didáctico para enseñar la lengua extranjera. Recuerdo que me tocó un quinto año de bachillerato.  Los estudiantes casi tenían mi edad. Me he tropezado con unos cuantos de ellos por las calles de Caracas y algunos parecen hasta mayor que yo misma.... Oh, my goodness.

jueves, 14 de abril de 2016

UN DÍA DE MERCADO



En mi infancia, acudir al mercado era un acontecimiento feliz, una celebración, una fiesta. Se erigía como un tiempo de alabanza. Lo veíamos como un día de agradecer al creador el poder adquirir el sustento.
Con siete años, iba con mis abuelos y mi madre al templo de la abundancia en la búsqueda de las frutas, las verduras, carnes, pescado fresco, o leche.  Cada espacio poseía  un olor particular.  Las frutas y verduras me trasladaban al campo. La leche me recordaba la vaca risueña de la televisión. El pescado me hacía añorar el mar. La carne era lo que menos me gustaba. Recuerdo a mamá diciéndome que me la comiera en el almuerzo y yo me negaba porque no quería  engullir un cadáver. Ella reía y respondía:
“entonces anda y le pegas un mordisco a una vaca viva”.
No olvido los anchos y largos pasillos del  mercadito de la niñez. El corredor que más me gustaba: el de las galletas y caramelos. Las compotas me enloquecían y los cereales azucarados me encantaban.
Llenábamos el carrito con necesidades, curiosidades y antojos. A veces había que devolver  artículos porque nos pasábamos del presupuesto. Pese a todas las congojas llevábamos para quince días. Transcurridos los cuales volvíamos a emprender el camino al mercado.
Hoy,  el mercado tiene otra dirección.  Se mudó a la calle de la tragedia. El disfrute quedó atrás, ya ni  su sombra se ve. Es el mercado donde se compran tristeza, silencio, pesar, ofensa,  cansancio,  pesquisa al salir.  Todos estamos apremiados de alimentos y todos estamos propensos a saquear, según los dueños, o empleados-esclavos que  en realidad me despiertan  una  piedad hermana del desprecio.
Escucho:
“Despégate de ese refrigerador, salte de él y sonríe, sonríe aunque no tengas ganas, o carezcas de fuerza. Sonríe así tus hijos vivan famélicos. No importa más nada, solamente muestra la cédula  y sigue la flecha y no te vayas por otro camino. Apúrate que no vas a conseguir nada.  Si  hoy no le toca a tu  número, vete a llorar al valle, no me importa que tu nevera esté vacía  porque  la mía está llena. Tengo privilegios, tengo un amigo que trabaja en el súper y me cuadra una paca, y la leche fresca y el café oloroso que despierta”.
Los nuevos comerciantes informales del siglo XXI, y los ciudadanos  honorables  se confunden como se mezclan los que pueden pagar y los que después de seguir  la lógica de la cola se les imposibilita costear el alimento del cuerpo y únicamente están destinados a nutrir el alma con los estómagos vacíos.
Todo esto pensaba yo,  mientras resignada daba diez pasos cada veinte minutos hacia un adelante que me llevaba hacia atrás y me hundía en la fosa más insondable durante  seis horas. No lo vuelvo a hacer, esta es la última. No perderé horas de mi vida así: prefiero vivir, vivir con apetencia insatisfecha  pero vivir y no existir. Vamos, sal de este infierno. Te espera un mundo, el teatro, la poesía, la música. Vamos, date prisa y enciende la luz, ahí al final  ¿no ves la vela? Extiende la mano.  La encontrarás.  (Creo que no es necesario decir, que hoy fue mi día de hacer cola).Ligia Álvarez


Texturas. Voces femeninas del teatro venezolano contemporáneo (2)

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