En mi infancia, acudir
al mercado era un acontecimiento feliz, una celebración, una fiesta. Se erigía
como un tiempo de alabanza. Lo veíamos como un día de agradecer al creador el
poder adquirir el sustento.
Con siete años, iba con
mis abuelos y mi madre al templo de la abundancia en la búsqueda de las frutas,
las verduras, carnes, pescado fresco, o leche.
Cada espacio poseía un olor
particular. Las frutas y verduras me
trasladaban al campo. La leche me recordaba la vaca risueña de la televisión. El
pescado me hacía añorar el mar. La carne era lo que menos me gustaba. Recuerdo
a mamá diciéndome que me la comiera en el almuerzo y yo me negaba porque no
quería engullir un cadáver. Ella reía y
respondía:
“entonces anda y le
pegas un mordisco a una vaca viva”.
No olvido los anchos y
largos pasillos del mercadito de la niñez.
El corredor que más me gustaba: el de las galletas y caramelos. Las compotas me
enloquecían y los cereales azucarados me encantaban.
Llenábamos el carrito con
necesidades, curiosidades y antojos. A veces había que devolver artículos porque nos pasábamos del
presupuesto. Pese a todas las congojas llevábamos para quince días. Transcurridos
los cuales volvíamos a emprender el camino al mercado.
Hoy, el mercado tiene otra dirección. Se mudó a la calle de la tragedia. El
disfrute quedó atrás, ya ni su sombra se
ve. Es el mercado donde se compran tristeza, silencio, pesar, ofensa, cansancio, pesquisa al salir. Todos estamos apremiados de alimentos y todos
estamos propensos a saquear, según los dueños, o empleados-esclavos que en realidad me despiertan una piedad hermana del desprecio.
Escucho:
“Despégate de ese refrigerador,
salte de él y sonríe, sonríe aunque no tengas ganas, o carezcas de fuerza.
Sonríe así tus hijos vivan famélicos. No importa más nada, solamente muestra la
cédula y sigue la flecha y no te vayas
por otro camino. Apúrate que no vas a conseguir nada. Si hoy
no le toca a tu número, vete a llorar al
valle, no me importa que tu nevera esté vacía porque la mía está llena. Tengo privilegios, tengo un
amigo que trabaja en el súper y me cuadra una paca, y la leche fresca y el café
oloroso que despierta”.
Los nuevos comerciantes
informales del siglo XXI, y los ciudadanos
honorables se confunden como se
mezclan los que pueden pagar y los que después de seguir la lógica de la cola se les imposibilita costear
el alimento del cuerpo y únicamente están destinados a nutrir el alma con los
estómagos vacíos.
Todo esto pensaba yo, mientras resignada daba diez pasos cada veinte
minutos hacia un adelante que me llevaba hacia atrás y me hundía en la fosa más
insondable durante seis horas. No lo
vuelvo a hacer, esta es la última. No perderé horas de mi vida así: prefiero
vivir, vivir con apetencia insatisfecha pero vivir y no existir. Vamos, sal de este
infierno. Te espera un mundo, el teatro, la poesía, la música. Vamos, date
prisa y enciende la luz, ahí al final ¿no
ves la vela? Extiende la mano. La
encontrarás. (Creo que no es necesario
decir, que hoy fue mi día de hacer cola).Ligia Álvarez