miércoles, 15 de agosto de 2018

Tres microrrelatos de Ligia Álvarez



PERFIDIA


En todo ese tiempo nunca escuché el rumor de las olas. Únicamente, percibí el ruido alevoso de los pájaros. Aquella embarcación oxidada, anclada en la arena como un trozo seco de barro no era otra cosa que una catacumba. El verdugo, seguro de que había acabado con todos, se alejó. Ahí, yacían exánimes mis padres y hermanos, pero para su pesar, si se hubiera dado cuenta, yo sobreviví. El único objetivo que vislumbraba mi cerebro era buscar ayuda. Salí con los penosos movimientos que la herida me permitió. Me arrastré en la arena hasta alcanzar una choza para solicitar el auxilio, que era como el agua que necesitaba el sediento. En aquel yate derruido la niñez naufragó.


 MAQUILLADORA 






Cuando crucé la frontera para reencontrarte, no pensé desviar el camino. Todo comenzó cuando pasajeros y conductor tuvimos que abandonar el vehículo después de que unos hombres armados detuvieron su marcha. 
  — ¿Quién maquilla aquí?—preguntó uno de ellos—.  
—Yo—traspasando la raya entre el temor y el pánico, respondí—.  
Dos de los hombres ordenaron seguirlos hasta una casucha perdida en la selva. Señalando un cuerpo que yacía en un deteriorado catre, el más joven pidió: —Queremos que ella parezca como si no estuviera... y ponle esta peluca. 
Me acerqué al lecho: rostro pálido, veinte años, quizás. Busqué en mi morral los colores. Siempre, asumí el oficio para celebrar la vida, nunca para lisonjear la muerte. Acaso, sería esta la primera vez.

¿EL SELLO DE SU VIDA?


Estuvo dispuesto a dar lo que fuera por ese sello. En ese momento, tan sólo era necesario subir. La estampilla representaba el retiro en su trayectoria de coleccionista. Ascendió la vieja escalera ocre. Los trastes polvorientos le dieron la bienvenida al altillo. No tuvo que perder tiempo porque sobre la antigua mesa colonial era visible el cofre de las rúbricas. Revisó cientos de ellas hasta que exclamó:
—¡Por fin te tengo!
Con lo que no contó jamás fue que su viejo corazón de ochenta y nueve años no resistiría la emoción. Unas horas después, fue encontrado inerte en el piso del desván de la casa ajena, apretando la última pieza de su colección incompleta.

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