VIRTUOSO ENTRE VIRTUOSOS EN TRES TIEMPO
Como todos los días, José Gregorio Hernández se levantó a las cinco de la madrugada. Tomó el primero de sus baños diarios, rezó el Andaluz y se dirigió a la Iglesia de la Divina Pastora a escuchar la misa del domingo y a comulgar. Regresó a su casa, donde su hermana Isolina le tenía preparado su frugal desayuno, el cual tomaría antes de visitar a sus enfermos. Una vez roto el ayuno, le provocó tomar su violín. Lo tenía descuidado, hacía días que no lo ejecutaba. El instrumento lo hacía sentir bien, permitía que al son de la música fuera repasando momentos importantes de su vida. Vinieron, como en una película a color que nunca vería en su existencia, episodios vitales como los dos intentos que hizo en Italia para convertirse en religioso. Una mueca de cierto dolor se dibujó en su rostro. También pasó volando rápidamente la cara joven y morena de Rafael Rangel, pero sacudió su cabeza como para hacerla desaparecer. Las frustraciones propias eran inquietantes pero las de otros pesaban demasiado, tal vez por lo que hizo o dejó de hacer para ayudar a sus semejantes. Quizás el capítulo Rangel, nunca lo terminó de leer, si tuviese tiempo, si su vida se lo permitiera lo leería para interpretarlo.
Las cuerdas lo llevaron a detenerse un poco en lo que nunca fue, su deseo de ser religioso. No pudo es verdad, pero su profesión siempre la asumió como un sacerdocio. Ahí están sus pacientes, sus enfermos, los pobres que nunca tuvieron para pagarle, y los ricos que le permitieron tener unas cuantas cosas que dejará a los suyos antes de irse a la eternidad. Por cierto que algunas ya las repartió cuando creyó que podría desprenderse de lo material antes de irse a Europa a intentar su vida mística. Ahí también están sus investigaciones médicas, y volvió a ver el rostro de Rangel, pero con un movimiento más brusco que el primero lo borró de nuevo.
Pensó en la muerte, la amaba, la quería, era la manera a través de la cual él creía podría ascender y trascender. Pensó en todas las veces que sus enfermos le habían dicho que no era de este mundo. De verdad lo sentía, se había moldeado muy bien a la vida terrenal pero experimentaba la necesidad del espíritu y de Dios y en la vida como hombre no la hallaba. La música lo transportaba, y era que quería llegar allá y más allá y casi lo logra pero su hermana lo interrumpió para decirle que alguien lo solicitaba. Así que dejó el violín a un lado y caminó hasta la sala.
Era un emisario de la anciana que había estado visitando en los últimos días. Había agravado. Rápidamente salió de la casa, pero antes quiso pasar por la farmacia a comprarle un medicamento que él sabía que necesitaba. Después de hacer la compra, salió de la botica. Vio un tranvía estacionado y otro que subía por la esquina hacia más allá. Entre dos vehículos no se percató de que venía un automóvil que de manera lenta pero certera lo impactó e hizo que se golpeara contra el filo de la acera. Y ahí quedó el hombre, el cuerpo, el ser de este mundo. Sus últimas palabras fueron “virgen santísima”, oídas por varias personas, sin embargo lo que nadie oyó fue lo que seguidamente pensó “vienes a llevarme a donde tanto he querido ir, pero sé que siempre continuaré estando por aquí ayudando a mis enfermos, a mis necesitados”. El chofer del automotor se acercó y vio los ojos de José Gregorio Hernández, pero como estaba tan nervioso jamás entendió que en sus ojos brillaban el agradecimiento y la bendición.…
Tuvieron que pasar muchos años para que Ligia supiera del doctor milagroso. Tenía quince o dieciséis años y nunca había oído hablar del llamado médico de los pobres. Pero estaba marcado en su destino, que sería junto con sus seres amados una beneficiaria del galeno. La conocí un día cuando paseaba por La Candelaria y decidí entrar a la iglesia donde reposan los restos de Hernández. Me llamó la atención su presencia porque rezaba muy bajito y con los ojos cerrados. Me acerqué y esperé que finalizara sus oraciones. En los últimos meses había estado investigando acerca de las manifestaciones religiosas del pueblo venezolano. Vi en la anciana a un informante, así que le pregunté por qué tanta veneración. Quedé sorprendida con la facilidad con que me regaló su historia, su anécdota, que ahora transcribo en estas líneas.
Jamás se había interesado por el médico, porque simplemente nunca había oído hablar de él. ¿Cómo interesarse por algo que no se conoce? Transcurrieron muchos años y su padre hubo de sufrir un accidente para que descubriera cómo era que un hombre podría obsequiar bondad después de muerto.
A Ligia de setenta años le tiene sin cuidado el hecho de que el vaticano se ha negado a conferirle la santidad al galeno. Lo que ella verdaderamente valora es su propia fe. En esa oportunidad, Ligia me relató una historia que comenzó aproximadamente cincuenta años atrás.
La primera información sobre José Gregorio Hernández, la tuvo Ligia del Carmen poco antes del momento cuando éste le concedió el milagro. Un día que exactamente no se acuerda, pero sabe que era la década de los cincuenta del siglo XX, ella y su madre estaban visitando a unas primas en Catia, específicamente en El Amparo. En aquella oportunidad pasaron un buen rato conversando y cuando se disponían a marcharse, una de las primas les obsequió una estampita con la figura del médico y agregó que era un santo muy milagroso.
Cuando llegaron a casa, Carmen Adela y Ligia del Carmen fueron avisadas por varios vecinos que autoridades policiales habían ido a informar sobre el accidente ocurrido al padre de familia. El entonces denominado puente Sucre se había derrumbado y había caído sobre la humanidad de algunos trabajadores que participaban en su construcción. Entre los desafortunados estaba Pedro, obrero del cemento y del bloque y esposo y padre de Carmen y Ligia respectivamente. Algunos cadáveres permanecían en el hospital. Para allá, se dirigieron desesperadas las dos mujeres. Una vez en la institución médica, fueron informadas que Pedro no había fallecido pero que estaba muy grave luego de sufrir una fractura doble de cráneo. Los médicos no proporcionaron ningún tipo de esperanza. A pesar de todo, las dos mujeres nunca cesaron de tener confianza en la salvación del ser amado.
Ligia no sabe explicar por qué pero repentinamente sintió que una fuerza interna e inmensa la hizo abrir su cartera y buscar la estampa que recientemente le habían regalado. Pidió con fe, una fe enérgica, que nunca más ha vuelto a experimentar.
Las sufridas damas pasaron la noche en el hospital en espera de información. Todos los amigos se marcharon entrando la medianoche. El hospital quedó solitario. Ligia pudo atisbar, pasadas las doce, a un hombre que se paseaba de un extremo de la sala a otro con los brazos atrás. Vestía un flux con rayas y cuadros menudos. El hombre se detuvo frente a la muchacha e inquirió cómo seguía el enfermo. La joven no pudo responder porque rompió a llorar. Al rato, el desconocido desapareció.
Al día siguiente, durante la hora de la visita, acudieron muchos amigos y conocidos porque Pedro era una persona muy apreciada por todos. A Ligia le llamó la atención que el hombre no se apareció más. Unos días después, el facultativo que atendió al obrero, habló con las damas y les manifestó que su familiar había mejorado y, que además, agregó, aquello parecía un milagro. Pese a la gravedad de la fractura craneal, no le quedó ninguna secuela. Únicamente, perdió un ojo porque ahí en el hospital no se contaba con los servicios de un oftalmólogo y no se podía movilizar al paciente para otra parte. Más adelante, el padre recordó que un médico, con las características antes descritas del doctor José Gregorio, había entrado al recinto y le informó que lo operaría. No recordó nada más.
Pasaron veinte años, cuando Ligia se dio cuenta de que la persona que había visto era realmente el doctor Hernández. Lo supo porque transmitieron una serie televisiva y el hombre que hacía el papel del médico era alguien muy parecido a él. El actor se llamaba Américo Montero. Cuando lo vio en la televisión, se percató de que el individuo que preguntaba por Pedro, era según ella, nada más y nada menos que el llamado médico de los humildes, y en ese momento fue cuando se reveló ante su raciocinio el milagro. Desde entonces Ligia cree ciegamente en el doctor José Gregorio Hernández porque para ella, él es venerable entre venerables. (11-10-2017)
EL TIEMPO QUE SE VA NO VUELVE
Cuando era niña siempre escuché decir, mitad en serio y mitad en broma, que el mundo se acabaría en el año 2000 y resulta que ya soy alguien que pertenece a lo que llaman la tercera edad o última etapa de la vida y es inminente el arribo del 2020. En esta fecha las canciones de la Billos Caracas Boys de alegría y felicidad y de Néstor Zavarce que entonan que faltan solamente cinco minutos para las doce nos mueven algo interno. A mí particularmente, me llevan a mi niñez y adolescencia, a la casa inolvidable de esa etapa. La que se llenaba de gente: familiares, vecinos, amigos. Todo era dicha. No olvido a una vecina, la señora Carmen, la del garaje. Era la primera en tocar el timbre de nuestra vivienda para desear el feliz año. Mi abuelo, que era un ser muy popular, la recibía con un licor. A los pocos minutos, ella se marchaba porque tenía que continuar su saludo de nuevo año casa por casa. Recuerdo los bailes, la música, las risas, en fin, la felicidad y que yo siempre me apartaba pensando tal vez en el libro que me iba a leer en enero. Me entristece pensar ahora que no disfruté esos momentos, me parecían fastidiosos. Ahora cuánto daría para que un espíritu se me apareciera, como le ocurrió a Scrooge, y me llevara a recorrer de nuevo esos hermosos instantes y disfrutar de verdad aquellas horas que no retornarán. (31 de diciembre de 2019)
CARACAS, LA CONVULSIONADA