MENTE POSITIVA EN EL METRO DE CARACAS
Ese 10 de diciembre de tal vez el año 1970, ella se sentía iluminada, santa. Era el día de su Primera Comunión en la Iglesia San Francisco de Caracas. El sacerdote que la confesó le preguntó dónde vivía y acto seguido inquirió si había muchos frailes ahí. No entendió el porqué de tal interrogación hasta muchos años después. ¡Qué lenta! (8-03-2017)
Las cuerdas lo llevaron a detenerse un poco en lo que nunca fue, su deseo de ser religioso. No pudo es verdad, pero su profesión siempre la asumió como un sacerdocio. Ahí están sus pacientes, sus enfermos, los pobres que nunca tuvieron para pagarle, y los ricos que le permitieron tener unas cuantas cosas que dejará a los suyos antes de irse a la eternidad. Por cierto que algunas ya las repartió cuando creyó que podría desprenderse de lo material antes de irse a Europa a intentar su vida mística. Ahí también están sus investigaciones médicas, y volvió a ver el rostro de Rangel, pero con un movimiento más brusco que el primero lo borró de nuevo.
Pensó en la muerte, la amaba, la quería, era la manera a través de la cual él creía podría ascender y trascender. Pensó en todas las veces que sus enfermos le habían dicho que no era de este mundo. De verdad lo sentía, se había moldeado muy bien a la vida terrenal pero experimentaba la necesidad del espíritu y de Dios y en la vida como hombre no la hallaba. La música lo transportaba, y era que quería llegar allá y más allá y casi lo logra pero su hermana lo interrumpió para decirle que alguien lo solicitaba. Así que dejó el violín a un lado y caminó hasta la sala.
Era un emisario de la anciana que había estado visitando en los últimos días. Había agravado. Rápidamente salió de la casa, pero antes quiso pasar por la farmacia a comprarle un medicamento que él sabía que necesitaba. Después de hacer la compra, salió de la botica. Vio un tranvía estacionado y otro que subía por la esquina hacia más allá. Entre dos vehículos no se percató de que venía un automóvil que de manera lenta pero certera lo impactó e hizo que se golpeara contra el filo de la acera. Y ahí quedó el hombre, el cuerpo, el ser de este mundo. Sus últimas palabras fueron “virgen santísima”, oídas por varias personas, sin embargo lo que nadie oyó fue lo que seguidamente pensó “vienes a llevarme a donde tanto he querido ir, pero sé que siempre continuaré estando por aquí ayudando a mis enfermos, a mis necesitados”. El chofer del automotor se acercó y vio los ojos de José Gregorio Hernández, pero como estaba tan nervioso jamás entendió que en sus ojos brillaban el agradecimiento y la bendición.…
Tuvieron que pasar muchos años para que Ligia supiera del doctor milagroso. Tenía quince o dieciséis años y nunca había oído hablar del llamado médico de los pobres. Pero estaba marcado en su destino, que sería junto con sus seres amados una beneficiaria del galeno. La conocí un día cuando paseaba por La Candelaria y decidí entrar a la iglesia donde reposan los restos de Hernández. Me llamó la atención su presencia porque rezaba muy bajito y con los ojos cerrados. Me acerqué y esperé que finalizara sus oraciones. En los últimos meses había estado investigando acerca de las manifestaciones religiosas del pueblo venezolano. Vi en la anciana a un informante, así que le pregunté por qué tanta veneración. Quedé sorprendida con la facilidad con que me regaló su historia, su anécdota, que ahora transcribo en estas líneas.
Jamás se había interesado por el médico, porque simplemente nunca había oído hablar de él. ¿Cómo interesarse por algo que no se conoce? Transcurrieron muchos años y su padre hubo de sufrir un accidente para que descubriera cómo era que un hombre podría obsequiar bondad después de muerto.
A Ligia de setenta años le tiene sin cuidado el hecho de que el vaticano se ha negado a conferirle la santidad al galeno. Lo que ella verdaderamente valora es su propia fe. En esa oportunidad, Ligia me relató una historia que comenzó aproximadamente cincuenta años atrás.
Cuando llegaron a casa, Carmen Adela y Ligia del Carmen fueron avisadas por varios vecinos que autoridades policiales habían ido a informar sobre el accidente ocurrido al padre de familia. El entonces denominado puente Sucre se había derrumbado y había caído sobre la humanidad de algunos trabajadores que participaban en su construcción. Entre los desafortunados estaba Pedro, obrero del cemento y del bloque y esposo y padre de Carmen y Ligia respectivamente. Algunos cadáveres permanecían en el hospital. Para allá, se dirigieron desesperadas las dos mujeres. Una vez en la institución médica, fueron informadas que Pedro no había fallecido pero que estaba muy grave luego de sufrir una fractura doble de cráneo. Los médicos no proporcionaron ningún tipo de esperanza. A pesar de todo, las dos mujeres nunca cesaron de tener confianza en la salvación del ser amado.
Ligia no sabe explicar por qué pero repentinamente sintió que una fuerza interna e inmensa la hizo abrir su cartera y buscar la estampa que recientemente le habían regalado. Pidió con fe, una fe enérgica, que nunca más ha vuelto a experimentar.
Las sufridas damas pasaron la noche en el hospital en espera de información. Todos los amigos se marcharon entrando la medianoche. El hospital quedó solitario. Ligia pudo atisbar, pasadas las doce, a un hombre que se paseaba de un extremo de la sala a otro con los brazos atrás. Vestía un flux con rayas y cuadros menudos. El hombre se detuvo frente a la muchacha e inquirió cómo seguía el enfermo. La joven no pudo responder porque rompió a llorar. Al rato, el desconocido desapareció.
Al día siguiente, durante la hora de la visita, acudieron muchos amigos y conocidos porque Pedro era una persona muy apreciada por todos. A Ligia le llamó la atención que el hombre no se apareció más. Unos días después, el facultativo que atendió al obrero, habló con las damas y les manifestó que su familiar había mejorado y, que además, agregó, aquello parecía un milagro. Pese a la gravedad de la fractura craneal, no le quedó ninguna secuela. Únicamente, perdió un ojo porque ahí en el hospital no se contaba con los servicios de un oftalmólogo y no se podía movilizar al paciente para otra parte. Más adelante, el padre recordó que un médico, con las características antes descritas del doctor José Gregorio, había entrado al recinto y le informó que lo operaría. No recordó nada más.
Pasaron veinte años, cuando Ligia se dio cuenta de que la persona que había visto era realmente el doctor Hernández. Lo supo porque transmitieron una serie televisiva y el hombre que hacía el papel del médico era alguien muy parecido a él. El actor se llamaba Américo Montero. Cuando lo vio en la televisión, se percató de que el individuo que preguntaba por Pedro, era según ella, nada más y nada menos que el llamado médico de los humildes, y en ese momento fue cuando se reveló ante su raciocinio el milagro. Desde entonces Ligia cree ciegamente en el doctor José Gregorio Hernández porque para ella, él es venerable entre venerables. (11-10-2017)
Los primeros meses de mi vida los viví en Altavista. En el lugar específico (creo que se llama San Isidro, lástima que ahora no tengo a mi mamá para que me aclare) donde vivían mis abuelos y mi madre abundaban polacos, rusos y ucranianos. Habían llegado al país no solo huyendo de la guerra sino de la expansión del fascismos a la cual temían mucho. Al llegar a esta hermosa nación latinoamericana, construyeron sus hogares de una manera muy similar a la de sus viviendas en Europa. Aquellas casas eran de madera y estaban rodeadas de flores bajo la agradable neblina que reinaba en aquellos años en esa área de Catia.
Desde los años cincuenta los europeos iniciaron su vuelta a la patria y algunos venezolanos compraron sus viviendas. Entre ellos estuvieron mis abuelos, quienes con mucho sacrificio lograron reunir el dinero para dicha adquisición.
Mi abuela Carmen Adela me contaba que cuando yo era una bebé, mis mejillas eran muy rosadas y atribuía ese hecho a la circunstancia de que ella me sacaba todas las tardes al jardín de nuestra casita justo bajo la neblina que allí se instalaba.
Mi abuelita también me relató que la familia a quien ellos compraron la vivienda dejó una máquina de coser industrial. Cuando apagaban las luces en la noche para ir a descansar, la máquina comenzaba a coser sola. Era una máquina embrujada. ¡Uy, qué miedo! (08-04-2014)
Al llegar a casa busqué información sobre el Museo Sacro y entendí el porqué de lo que sentí. Durante la época colonia este museo fue un cementerio. Existen doce criptas donde se presumen están los restos de los primeros obispos caraqueños. Excavaciones que se hicieron en los años ochenta revelaron la presencia de 25 cadáveres y también se conoce que allí descansan los cuerpos de las personas ajusticiadas por José Tomás Boves cuando ingresó a Caracas en 1813. También encontramos una Cárcel Eclesiástica. Una vez leída esta información entendí que la fuerza helada no fue otra cosa que el frío de la muerte. A continuación, comparto algunas fotos que pude tomar.