El señor Signer
Ligia Álvarez
El señor Signer de ochenta años estaba perdido. No sabía quién era ni en dónde se
encontraba. Tampoco recordaba cómo llegó allí. Pasaban automóviles a gran velocidad y el
único que caminaba era él. No había a quién preguntar. Tampoco eran visibles viviendas ni
comercios. Decidió caminar por un lado de la ancha y solitaria avenida para buscar alguna
señal, símbolo o imagen que lo orientara. Mientras marchaba usó la señal de pedir aventón,
pero no resultó. Los automovilistas no se detenían. Continuó su andar. Pudo atisbar un
inmenso cartel. Leyó: Amalr. La señalización indicaba que debía seguir derecho. No se detuvo.
Ahora, otra flecha mostraba doblar a la izquierda. Así lo hizo. Le fue posible observar el
símbolo de restaurante con la información adicional que revelaba que se encontraba a cinco
minutos. Claro, para él sería más el tiempo porque iba a pie. Llegó y se percató de que estaba
cerrado. Divisó una indicación de no acercarse. Al parecer ya no funcionaba. Prosiguió y se
topó con un gran monumento. Al parecer era un prócer que no conocía, o no recordaba. Miró el
cielo con indicios de lluvia. Continuó transitando y alcanzó a ver la señal de hotel. Estaba a diez
minutos. Cansado llegó y encontró un pequeño edificio. Ingresó. Fue allí donde lo pudieron
ayudar. Arribó la policía y después de algunas pesquisas, entraron los familiares a quienes
desconocía. Observó que cuando lo vieron, gritaron, aplaudieron y saltaron para demostrar
alegría. Corrieron hacia él, lanzándole besos al aire y exclamando: ¡Por fin te encontramos
sano y salvo, abuelito!