lunes, 16 de octubre de 2017

Hojas del pasado de Ligia Álvarez

 HOJAS DEL PASADO

CUENTO DE CIENCIA FICCIÓN DE LIGIA ÁLVAREZ





HOJAS DEL PASADO

Ligia Álvarez, Venezuela

             Era el año 2040 y XL5 se encontraba hospitalizada en la clínica 31.745-XL.  Sufría de Cukrach-OZ, una terrible enfermedad degenerativa de la cual los científicos sabían muy poco. Hasta entonces, todas las incidencias presentadas habían terminado en decesos. Hacía apenas unos meses se iniciaron las investigaciones que arrojaron algunos hallazgos al parecer no muy significativos.

             XL5 tenía cada días menos fuerza. Ni siquiera podía comer. Estaba siendo alimentada mediante la computadora central, operada por un médico.  El alimento llegaba a su estómago directamente gracias al programa 37B. No obstante, no era lo ideal. De esa manera solamente podría resistir unos dos meses cuando mucho.

            XD6, su esposo, le custodiaba el  sueño a través de la enorme pantalla de televisión que ocupaba una pared completa ubicada en el frío y solitario corredor del centro de salud. Estaba casi vencido por el sueño y el cansancio cuando sintió el vibrador de su phone  last generation two de muñeca. Leyó el mensaje entrante: "#$ќ℅═┴┤ΩфФЭЮ₤₣‼ўџҐ→↑←↓↔╬.  Era del médico DS1. Le decía que existía una planta cuyas hojas  podrían salvar a su esposa. Estaba localizada en América del Sur del año 1400. Se encontraba exactamente en tierras de los yanomami. Únicamente, se requerían unas seis o siete hojas.  Pertenecían a un árbol del tamaño de un dinosaurio. Las hojas eran de color azul celeste. Con ellas, se prepararía una simple infusión,  al tomarla XL5 se curaría. Por lo menos, esa era la conclusión a la que había llegado después de leer muchos E. books antiguos, modernos y contemporáneos. La travesía era tal vez una tarea fácil para un hombre joven. Ese no era el caso de XD6, pero no había otra opción: si amaba a su esposa y la quería sana, tenía que viajar a través del tiempo. El viaje duraría apenas treinta minutos, y luego tendría treinta minutos más para conseguir las hojas.

            XD6 observó su phone de muñeca y colocó las agujas en el número de contacto del facultativo. De inmediato la imagen de su esposa en la habitación fue sustituida por la del médico, quien de inmediato inició la conversación:

- Señor XD6, espero que esté preparado para el viaje.

 -Precisamente, lo estoy llamando porque quisiera que me explicara mejor como sería el procedimiento.

- No debe preocuparse. Todo será muy rápido. Al llegar al año 1400 quedará en frente del río bendito de los yanomami.   Todo será programado por mí desde aquí en la máquina de tiempo-espacio. Una vez en el lugar, verá un árbol de tamaño y forma de  dinosaurio y tomará las hojas. Yo lo estaré monitoreando a través de la pantalla, presionaré el botón de retorno y todo habrá terminado porque de inmediato volverá a este mismo recinto. Dígame, ¿está dispuesto?

-Por supuesto doctor, por el amor de mi vida soy capaz de viajar hacia lo desconocido, a mis sesenta y cinco años

-Bien no perdamos tiempo. Véngase para mi oficina.

Una vez allá todo se inició.

-Colóquese debajo del monitor. - Ordenó el doctor. Voy a proceder a dividir la pantalla para no descuidar a su esposa y al mismo tiempo supervisarlo. Recuerde  algo: una vez que cumpla con la  tarea, debe volver exactamente al lugar donde arribó. Cuando usted esté  allí presionaré el botón y retornará. ¿Ha entendido todo?

- Sí, doctor.

-Por cierto, deje alguna marca en el lugar donde aterrice, no puede haber error o de lo contrario no regresará.

-Claro, colocaré una roca en el lugar.

- Muy bien. Debe ir muy liviano. Despójese de  zapatos,  medias,  camisa y pantalón.

            Se procedió. Todo estaba bajo control. Cuando XD6 estuvo listo y ubicado, el doctor le colocó los electrodos que lo conectaban a la computadora y al monitor, presionó el botón de viaje al año 1400. En treinta minutos exactos, llegó a la selva. El caudaloso río gritaba sus rumores de vida y muerte, de inicio y final. Se escuchaban los sonidos producidos por las anacondas en  las aguas cristalinas de los yanomami. Los truenos retumbaban entre las ramas de los inmensos árboles, anunciando las continuas lluvias. Se  sentía el viento caliente de la tarde, y ya se presentía el viento tibio de la noche que venía del norte. Voces lejanas eran traídas por la brisa. Recitaban mitos y leyendas en un idioma extraño. Se  oía la música producida por flautas de carrizo. Igualmente, se advertían pasos humanos rápidos entre las hojas secas que habían caído de los árboles. Todo eso lo percibió XD6 en segundos. Antes de retirarse  del lugar de aterrizaje, arrimó una piedra medianamente grande y la colocó como marca, para no perder la pista exacta. Se acercó al árbol de forma y tamaño de dinosaurio y tomó no seis o siete hojas, sino un gran puñado, pensando tal vez que no podían faltar, así sobraran. Se dirigió al sitio donde había dejado la marca. Del otro lado, el doctor solo tenía que presionar el botón de retorno. Casi lo hizo pero sintió un agudo dolor en su pecho.  Cayó fulminado por el infarto número cinco que había sufrido en vida y que lo llevó a  la muerte. XD6  se quedó en el año 1400 y nunca se supo si las hojas del pasado eran efectivas para la curación de Cukrach-OZ  de la que padecía XL5.

            





Día bancario de Ligia Álvarez (cuento)





Día bancario 









 

Correo electrónico: ligialvarez@gmail.com

Facebook: Ligia Alvarez

Twitter: @mecha1960)

 

Aquel individuo  únicamente  quería retirar algo de  dinero del banco. Todos los informantes aseguraron que exhibía muy buena presencia, cuerpo atlético y vestir sobrio. Llevaba una camisa de seda y pantalones de excelente tela.  La fragancia Acqua Di Parma que se había aplicado hacía que más de una volteara a mirarlo y dibujara deleite en la expresión del rostro. Su cabello lo usaba muy corto a los lados, y en la parte superior algo alto gracias al gel fijador. Manejaba un automóvil descapotable y hundía suavemente  sus zapatos de piel color blanco en el freno, la música relajante que se escuchaba desde su vehículo llamaba la atención de los contados transeúntes. Era la felicidad sobre  ruedas. La poca gente que lo veía pasar se preguntaba si acaso no era algún artista internacional o un escritor de fama mundial.

            Lo cierto era que solamente quería retirar algo de dinero del banco para solventar ciertos problemas que  se solucionaban con una buena cantidad, tal vez ya estaba requiriendo de un nuevo vestuario, su perfume favorito estaba llegando al fin, su auto necesitaba un repuesto costoso o cualquier otra cosa que sólo él conocía. Manejaba su elegante máquina por la avenida rodeada de árboles por ambos lados. Protegía sus ojos del sol y el polvo con unos lentes Louis Vuitton oscuros por lo que nadie pudo atestiguar de qué color eran. Siguió manejando hasta el final de la avenida, giró a la izquierda y disminuyó la velocidad. Evidentemente, estaba en la búsqueda de un lugar adecuado para aparcar.  Una vez encontrado el mejor puesto que pudo, se estacionó. Aquel espacio  no sólo era conveniente sino además cercano al área donde se dirigía.

            Abandonó el vehículo, sin olvidar palparse los bolsillos para saber si todo lo imprescindible  estaba en su lugar. Caminó unos pasos, en realidad había pocas personas en la calle, era la hora de la siesta en el pueblo. Dio un vistazo a las casas, todas se parecían con sus árboles de mango en el patio delantero y al final  del porche la puerta de madera con su timbre para llamar. Cuando se retirara, pensó, escogería un sitio así,  pacífico y silencioso, para vivir hasta el final de sus días. El ladrido de un can violó momentáneamente su tranquilidad y lo hizo saltar de improviso. Tenía que cuidarse, no es bueno pasar tan cerca de las viviendas, los caninos suelen ser muy celosos con su territorio. Llevó su mano hasta el bolsillo de la camisa y extrajo de un estuche elegante un cigarro extra-grande. Llegó hasta el exterior del pequeño edificio de dos pisos del banco, mientras daba unas bocanadas, se quedó contemplándolo. Observó la hora en su Rolex. Miró hacia la puerta de vidrio. Los cristales ahumados impidieron que tuviera una visión del interior. Sin pensarlo más, se acercó y empujó suavemente la puerta.

            La brisa caliente que había estado sintiendo se transformó en  un hálito frío producido por el aire acondicionado. El lugar estaba casi solitario. Era el único cliente. Había escogido un buen día y una buena hora. Notó la existencia de dos taquillas pero nada más una funcionaba.  El vigilante dormitaba en la casilla. El gerente y otros empleados conversaban en la parte trasera. Se acercó a la caja. La encargada era una mujer de cabello largo recogido y con la  cara pintarrajeada. Le sonrió con una sonrisa refrigerada.

-Muy buenas tardes caballero. Debe tomar un número en la máquina.

-¿Para qué si soy el único cliente?

- Señor debe tomar un número.

-Creo que eso puede esperar.

El hombre llevó su mano al bolsillo de su pantalón y extrajo un revolver tan pequeño que parecía más bien un dispositivo USB.

-Señora tenga la amabilidad por favor y me entrega todo lo que tenga de dinero.

La mujer viendo que aquel aparatico la apuntaba y que sabía le podía quitar la vida, fue esta vez inteligente y con apremio introdujo los fondos en un sobre grande y con eficiencia se lo entregó. Nadie pareció darse cuenta, ni siquiera el vigilante.

            El individuo salió, abordó su automóvil y se marchó. Cuando la alarma contra robos se activó ya el hombre recorría la larga avenida de regreso a la carretera que lo llevaría a otro pueblo tranquilo  donde  con seguridad únicamente querría retirar algo de  dinero del banco.


miércoles, 11 de octubre de 2017

Virtuoso entre virtuosos en tres tiempos de Ligia Álvarez


Virtuoso entre virtuosos en tres tiempos
Ligia Álvarez



Como todos los días, José Gregorio Hernández se levantó a las cinco de la madrugada. Tomó el primero de sus baños diarios, rezó el Andaluz y se dirigió a la Iglesia de la Divina Pastora a escuchar la misa del domingo y a comulgar. Regresó a su casa, donde su hermana Isolina le tenía preparado su frugal desayuno, el cual tomaría antes de visitar a sus enfermos. Una vez roto el ayuno, le provocó tomar su violín. Lo tenía descuidado, hacía días que no lo ejecutaba. El instrumento lo hacía sentir bien, permitía que al son de la música fuera repasando momentos importantes de su vida. Vinieron, como en una película a color que nunca vería en su existencia, episodios vitales como los dos intentos que hizo en Italia para convertirse en religioso. Una mueca de cierto dolor se dibujó en su rostro. También pasó volando rápidamente la cara joven y morena de Rafael Rangel, pero sacudió su cabeza como para hacerla desaparecer. Las frustraciones propias eran inquietantes pero las de otros pesaban demasiado, tal vez por lo que hizo o dejó de hacer para ayudar a sus semejantes. Quizás el capítulo Rangel, nunca lo terminó de leer, si tuviese tiempo, si su vida se lo permitiera lo leería para interpretarlo.

Las cuerdas lo llevaron a detenerse un poco en lo que nunca fue, su deseo de ser religioso. No pudo es verdad, pero su profesión siempre la asumió como un sacerdocio. Ahí están sus pacientes, sus enfermos, los pobres que nunca tuvieron para pagarle, y los ricos que le permitieron tener unas cuantas cosas que dejará a los suyos antes de irse a la eternidad. Por cierto que algunas ya las repartió cuando creyó que podría desprenderse de lo material antes de irse a Europa a intentar su vida mística. Ahí también están sus investigaciones médicas, y volvió a ver el rostro de Rangel, pero con un movimiento más brusco que el primero lo borró de nuevo. 

Pensó en la muerte, la amaba, la quería, era la manera a través de la cual él creía podría ascender y trascender. Pensó en todas las veces que sus enfermos le habían dicho que no era de este mundo. De verdad lo sentía, se había moldeado muy bien a la vida terrenal pero experimentaba la necesidad del espíritu y de Dios y en la vida como hombre no la hallaba. La música lo transportaba, y era que quería llegar allá y más allá y casi lo logra pero su hermana lo interrumpió para decirle que alguien lo solicitaba. Así que dejó el violín a un lado y caminó hasta la sala.

Era un emisario de la anciana que había estado visitando en los últimos días. Había agravado. Rápidamente salió de la casa, pero antes quiso pasar por la farmacia a comprarle un medicamento que él sabía que necesitaba. Después de hacer la compra, salió de la botica. Vio un tranvía estacionado y otro que subía por la esquina hacia más allá. Entre dos vehículos no se percató de que venía un automóvil que de manera lenta pero certera lo impactó e hizo que se golpeara contra el filo de la acera. Y ahí quedó el hombre, el cuerpo, el ser de este mundo. Sus últimas palabras fueron “virgen santísima”, oídas por varias personas, sin embargo lo que nadie oyó fue lo que seguidamente pensó “vienes a llevarme a donde tanto he querido ir, pero sé que siempre continuaré estando por aquí ayudando a mis enfermos, a mis necesitados”. El chofer del automotor se acercó y vio los ojos de José Gregorio Hernández, pero como estaba tan nervioso jamás entendió que en sus ojos brillaban el agradecimiento y la bendición.

Tuvieron que pasar muchos años para que Ligia supiera del doctor milagroso. Tenía quince o dieciséis años y nunca había oído hablar del llamado médico de los pobres. Pero estaba marcado en su destino, que sería junto con sus seres amados una beneficiaria del galeno. La conocí un día cuando paseaba por La Candelaria y decidí entrar a la iglesia donde reposan los restos de Hernández. Me llamó la atención su presencia porque rezaba muy bajito y con los ojos cerrados. Me acerqué y esperé que finalizara sus oraciones. En los últimos meses había estado investigando acerca de las manifestaciones religiosas del pueblo venezolano. Vi en la anciana a un informante, así que le pregunté por qué tanta veneración. Quedé sorprendida con la facilidad con que me regaló su historia, su anécdota, que ahora transcribo en estas líneas.

Jamás se había interesado por el médico, porque simplemente nunca había oído hablar de él. ¿Cómo interesarse por algo que no se conoce? Transcurrieron muchos años y su padre hubo de sufrir un accidente para que descubriera cómo era que un hombre podría obsequiar bondad después de muerto.

A Ligia de setenta años le tiene sin cuidado el hecho de que el vaticano se ha negado a conferirle la santidad al galeno. Lo que ella verdaderamente valora es su propia fe. En esa oportunidad, Ligia me relató una historia que comenzó aproximadamente cincuenta años atrás.

La primera información sobre José Gregorio Hernández, la tuvo Ligia del Carmen poco antes del momento cuando éste le concedió el milagro. Un día que exactamente no se acuerda, pero sabe que era la década de los cincuenta del siglo XX, ella y su madre estaban visitando a unas primas en Catia, específicamente en El Amparo. En aquella oportunidad pasaron un buen rato conversando y cuando se disponían a marcharse, una de las primas les obsequió una estampita con la figura del médico y agregó que era un santo muy milagroso.

Cuando llegaron a casa, Carmen Adela y Ligia del Carmen fueron avisadas por varios vecinos que autoridades policiales habían ido a informar sobre el accidente ocurrido al padre de familia. El entonces denominado puente  Sucre se había derrumbado y había caído sobre la humanidad de algunos trabajadores que participaban en su construcción. Entre los desafortunados estaba Pedro, obrero del cemento y del bloque y esposo y padre de Carmen y Ligia respectivamente. Algunos cadáveres permanecían en el hospital. Para allá, se dirigieron desesperadas las dos mujeres. Una vez en la institución médica, fueron informadas que Pedro no había fallecido pero que estaba muy grave luego de sufrir una fractura doble de cráneo. Los médicos no proporcionaron ningún tipo de esperanza. A pesar de todo, las dos mujeres nunca cesaron de tener confianza en la salvación del ser amado.

            Ligia no sabe explicar por qué pero repentinamente sintió que una fuerza interna e inmensa la hizo abrir su cartera y buscar la estampa que recientemente le habían regalado. Pidió con fe, una fe enérgica, que nunca más ha vuelto a experimentar.
       
            Las sufridas damas pasaron la noche en el hospital en espera de información. Todos los amigos se marcharon entrando la medianoche. El hospital quedó solitario. Ligia pudo atisbar, pasadas las doce, a un hombre que se paseaba de un extremo de la sala a otro con los brazos atrás. Vestía un flux con rayas y cuadros menudos. El hombre se detuvo frente a la muchacha e inquirió cómo seguía el enfermo. La joven no pudo responder porque rompió a llorar. Al rato, el desconocido desapareció. 
            
                Al día siguiente, durante la hora de la visita, acudieron muchos amigos y conocidos porque Pedro era una persona muy apreciada por todos. A Ligia le llamó la atención que el hombre no se apareció más. Unos días después, el facultativo que atendió al obrero, habló con las damas y les manifestó que su familiar había mejorado y, que además, agregó, aquello parecía un milagro. Pese a la gravedad de la fractura craneal, no le quedó ninguna secuela. Únicamente, perdió un ojo porque ahí en el hospital no se contaba con los servicios de un oftalmólogo y no se podía movilizar al paciente para otra parte. Más adelante, el padre recordó que un médico, con las características antes descritas del doctor José Gregorio, había entrado al recinto  y le informó que lo operaría. No recordó nada más. 
               
                  Pasaron veinte años, cuando Ligia se dio cuenta de que la persona que había visto era realmente el doctor Hernández. Lo supo porque transmitieron una serie televisiva y el hombre que hacía el papel del médico era alguien muy parecido a él. El actor se llamaba Américo Montero. Cuando lo vio en la televisión, se percató de que el individuo que preguntaba por Pedro, era según ella, nada más y nada menos que el llamado médico de los humildes, y en ese momento fue cuando se reveló ante su raciocinio el milagro. Desde entonces Ligia cree ciegamente en el doctor José Gregorio Hernández porque para ella, él es venerable entre venerables.


Texturas. Voces femeninas del teatro venezolano contemporáneo (2)

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